En
este mes que ya termina ha sucedido un acto importante para todos los
canarios, se trata de la canonización de El Padre Anchieta. Es por
lo tanto, el segundo Santo nativo de las Islas Canarias tras Pedro de
San José Betancur.
Aprovechando este suceso queremos compartir con todos vosotros un cuento mediante el que nuestros alumnos y alumnas puden conocer algunos de los aspectos más importantes de su vida.
Aprovechando este suceso queremos compartir con todos vosotros un cuento mediante el que nuestros alumnos y alumnas puden conocer algunos de los aspectos más importantes de su vida.
El
indio centenario
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En
un recóndito y hermoso lugar de la frondosa selva amazónica, se
hallaba un anciano indio Tupi sentado tranquilamente con una gran
sonrisa cargada de recuerdos sobre su rostro.
–Este
niño me pregunta si conocí al Padre Anchieta. ¡
“conocer” es
decir poco! ¡Yo fui el fiel compañero de ese santo durante más
de seis años!
Nadie
conocía las historias antiguas tan bien como Jurití.
Les
recuerdo que en ese distante siglo XVI el Padre Anchieta ya era
venerado como un gran santo misionero, no solo por ser un
destacado y servicial jesuita, ni por su erudición como poeta ,
dramaturgo, educador, o por llevar la palabra de Dios por los mas
recónditos lugares, sino por su entrañable relación con los
lugareños lo que le había hecho ganarse el respeto e
incondicional amor de todos.
–¡Bueno
pues, abuelo Jurití, cuéntanos algo de él!– dijo un pequeño
con los ojos muy abiertos.
El
viejo indio se puso cómodo. Se aclaró la garganta y empezó…
Hace
ya más de cuarenta años…
Justo
después que los feroces tamoios caníbales pactaron la paz, el
Padre Anchieta llamó a su fiel guía Jurití y le mandó hacer
los preparativos para un largo viaje. Como el peligro de la guerra
había pasado, tenía planeado visitar las alejadas tribus que
habían sido evangelizadas pero quedaron aisladas en el período
de guerra.
Tras
varias semanas de camino por la terrible selva tropical, llena de
peligros tan comunes como jaguares y víboras se trasladaban de
tribu en tribu, eran recibidos con gran alegría, en estos viajes
instruía en la escritura a los indígenas, les enseñaba
carpintería y un sinfín de aspectos que les hacía la vida más
agradable, a la vez se celebraban multitudinarios bautizos.
Un
día se propusieron llegar a regiones inexploradas, caminaron días
y noches, la vegetación se hacía más espesa a cada paso.
Cuando
menos lo esperaban se abrió frente a ellos un gran claro en donde
no había nada, salvo un enorme tronco caído justo a la mitad.
Para
sorpresa de todos, vieron sentado en él, inmóvil, al indio más
viejo que nadie hubiera visto.
Tenia
ojos negros y pequeños, brillaban en medio del arrugado rostro,
vigilaban atentamente a los recién llegados.
Los
supersticiosos cargadores tuvieron miedo al verlo, tomándolo por
un espíritu del bosque. Él, en cambio, pareció alegrarse al ver
al sacerdote cristiano y caminó torpemente en su dirección. Con
voz débil y humilde, se inclinó y le dijo:
–¡Enséñame
la verdad!
¿De
dónde salía ese indio tan anciano?
¿Cuál
verdad quería conocer?
Escuchamos
la historia de sus propios labios.
Muchísimas
lluvias atrás, cuando era todavía un muchacho, me quede
contemplando junto otros indios una noche de luna plateada. Sintió
curiosidad por saber quién habría hecho la luna, así que
pregunte a los indios más viejos, pero nunca supieron darme un
respuesta clarificadora. Como toda respuesta oyó la repetición
de la misma leyenda. No siguió preguntando.
Con
el tiempo muchos otros asuntos asaltaron su mente: “¿De
dónde venimos los tupí? Después de muertos, ¿nuestro espíritu
vaga por la selva? Si soy un indio bueno, ¿mi espíritu vagará
junto al de nuestros enemigos?”
Nunca
encontró a nadie capaz de responderle.
Años
más tarde, cuando ya era un hombre, se armó de valor y fue a
plantear ante el brujo de la tribu todas sus dudas y curiosidades.
Pero
el viejo hechicero se rió y lo despidió sin respuestas; para
colmo, contó el hecho a otras personas en tono de burla, y al
cabo de unos días la tribu entera transformó al pobre indio en
víctima de sus chistes y carcajadas, apodándolo “Amigo de la
Luna”.
Sintiendo
el rechazo, el indio se aisló cada vez más y fue a vivir en una
choza lejana. Una noche, sentado a orillas del río, admiraba
nuevamente la luna llena mientras pensaba: “¡Prefiero
ser amigo de la luna antes que de esos brutos! Ay, si encontrara
alguien que me explicara la verdad… ¡daría la vida por eso!”
En
ese mismo momento una cegadora luz brilló ante sus ojos.
Tenía
el aspecto de un joven, con un semblante lleno de paz, de su
espalda salían dos grandes y hermosas alas blancas. Con dulce voz
se dirigió al asombrado indígena:
–¡La
paz sea contigo! Sé que te llaman Amigo de la Luna. En verdad
eres mucho más que eso. Eres amigo del Señor Todopoderoso, quien
ha creado la luna, el sol, a los hombres y todo lo demás. Él te
ha observado desde las alturas mientras buscas la verdad, y te
envía este mensaje: caminarás tres días en dirección al
poniente y luego abrirás un claro en medio de la selva virgen. A
ese lugar llegará un hombre blanco vestido de negro, y él te
enseñará la verdad. Todo cuanto debes hacer es tener paciencia y
esperar.
Dicho
esto, el espíritu desapareció.
Contento,
Amigo de la Luna hizo lo que le había indicado la luminosa
aparición. Solo, sentado en el tronco del claro, esperó. Pasaron
los días, los meses y los años.
El
tiempo fue consumiendo su vigor, sus negros cabellos se tiñeron
de blanco, pero nunca dudó. Un día sintió muerte se iba
acercando.
Aquella
mañana recordó que cumplía cien años. ¿Cuándo se haría
realidad la promesa del espíritu de alas blancas? Mientras se
preguntaba esto, escuchó voces acercándose y, entre los oscuros
matorrales, vio aparecer un hombre blanco vestido de negro. El
viejo y fiel indio rompió su silencio de décadas para exclamar
con sencillez:
–¡Enséñame
la verdad! Conmovido e impresionado, el Padre Anchieta percibió
que el pobre indio se sostenía en sus últimas fuerzas. Se sentó
a su lado y le dio una explicación resumida de los misterios de
la vida de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa doctrina.
El
indígena, atento y enternecido, lo escuchaba entre lagrimas de
emoción.
Después
de esa breve sesión de catecismo, el misionero lo bautizó y
quiso celebrar una misa usando como altar el gran tronco caído.
Fue la Primera Comunión del anciano. Al fin de la celebración
éste desfalleció en los brazos del padre Anchieta, y cuando los
portadores fueron en su ayuda se dieron cuenta que su espíritu ya
no pertenecía a esta tierra.
Su
rostro sin vida dibujaba una gran sonrisa. El Amigo de la Luna por
fin se había encontrado con la Verdad.
Su
vida, su espera había estado llena de sentido.
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