sábado, 26 de abril de 2014

José de Anchieta


En este mes que ya termina ha sucedido un acto importante para todos los canarios, se trata de la canonización de El Padre Anchieta. Es por lo tanto, el segundo Santo nativo de las Islas Canarias tras Pedro de San José Betancur.

Aprovechando este suceso queremos compartir con todos vosotros un cuento mediante el que nuestros alumnos y alumnas puden conocer algunos de los aspectos más importantes de su vida.



El indio centenario 

En un recóndito y hermoso lugar de la frondosa selva amazónica, se hallaba un anciano indio Tupi sentado tranquilamente con una gran sonrisa cargada de recuerdos sobre su rostro.
–Este niño me pregunta si conocí al Padre Anchieta. ¡ “conocer” es decir poco! ¡Yo fui el fiel compañero de ese santo durante más de seis años!
Nadie conocía las historias antiguas tan bien como Jurití.
Les recuerdo que en ese distante siglo XVI el Padre Anchieta ya era venerado como un gran santo misionero, no solo por ser un destacado y servicial jesuita, ni por su erudición como poeta , dramaturgo, educador, o por llevar la palabra de Dios por los mas recónditos lugares, sino por su entrañable relación con los lugareños lo que le había hecho ganarse el respeto e incondicional amor de todos.
–¡Bueno pues, abuelo Jurití, cuéntanos algo de él!– dijo un pequeño con los ojos muy abiertos.
El viejo indio se puso cómodo. Se aclaró la garganta y empezó…
Hace ya más de cuarenta años…
Justo después que los feroces tamoios caníbales pactaron la paz, el Padre Anchieta llamó a su fiel guía Jurití y le mandó hacer los preparativos para un largo viaje. Como el peligro de la guerra había pasado, tenía planeado visitar las alejadas tribus que habían sido evangelizadas pero quedaron aisladas en el período de guerra.
Tras varias semanas de camino por la terrible selva tropical, llena de peligros tan comunes como jaguares y víboras se trasladaban de tribu en tribu, eran recibidos con gran alegría, en estos viajes instruía en la escritura a los indígenas, les enseñaba carpintería y un sinfín de aspectos que les hacía la vida más agradable, a la vez se celebraban multitudinarios bautizos.
Un día se propusieron llegar a regiones inexploradas, caminaron días y noches, la vegetación se hacía más espesa a cada paso.
Cuando menos lo esperaban se abrió frente a ellos un gran claro en donde no había nada, salvo un enorme tronco caído justo a la mitad.
Para sorpresa de todos, vieron sentado en él, inmóvil, al indio más viejo que nadie hubiera visto.
Tenia ojos negros y pequeños, brillaban en medio del arrugado rostro, vigilaban atentamente a los recién llegados.
Los supersticiosos cargadores tuvieron miedo al verlo, tomándolo por un espíritu del bosque. Él, en cambio, pareció alegrarse al ver al sacerdote cristiano y caminó torpemente en su dirección. Con voz débil y humilde, se inclinó y le dijo:
–¡Enséñame la verdad!
¿De dónde salía ese indio tan anciano?
¿Cuál verdad quería conocer?
Escuchamos la historia de sus propios labios.
Muchísimas lluvias atrás, cuando era todavía un muchacho, me quede contemplando junto otros indios una noche de luna plateada. Sintió curiosidad por saber quién habría hecho la luna, así que pregunte a los indios más viejos, pero nunca supieron darme un respuesta clarificadora. Como toda respuesta oyó la repetición de la misma leyenda. No siguió preguntando.
Con el tiempo muchos otros asuntos asaltaron su mente: “¿De dónde venimos los tupí? Después de muertos, ¿nuestro espíritu vaga por la selva? Si soy un indio bueno, ¿mi espíritu vagará junto al de nuestros enemigos?”
Nunca encontró a nadie capaz de responderle.
Años más tarde, cuando ya era un hombre, se armó de valor y fue a plantear ante el brujo de la tribu todas sus dudas y curiosidades.
Pero el viejo hechicero se rió y lo despidió sin respuestas; para colmo, contó el hecho a otras personas en tono de burla, y al cabo de unos días la tribu entera transformó al pobre indio en víctima de sus chistes y carcajadas, apodándolo “Amigo de la Luna”.
Sintiendo el rechazo, el indio se aisló cada vez más y fue a vivir en una choza lejana. Una noche, sentado a orillas del río, admiraba nuevamente la luna llena mientras pensaba: “¡Prefiero ser amigo de la luna antes que de esos brutos! Ay, si encontrara alguien que me explicara la verdad… ¡daría la vida por eso!”
En ese mismo momento una cegadora luz brilló ante sus ojos.
Tenía el aspecto de un joven, con un semblante lleno de paz, de su espalda salían dos grandes y hermosas alas blancas. Con dulce voz se dirigió al asombrado indígena:
–¡La paz sea contigo! Sé que te llaman Amigo de la Luna. En verdad eres mucho más que eso. Eres amigo del Señor Todopoderoso, quien ha creado la luna, el sol, a los hombres y todo lo demás. Él te ha observado desde las alturas mientras buscas la verdad, y te envía este mensaje: caminarás tres días en dirección al poniente y luego abrirás un claro en medio de la selva virgen. A ese lugar llegará un hombre blanco vestido de negro, y él te enseñará la verdad. Todo cuanto debes hacer es tener paciencia y esperar.
Dicho esto, el espíritu desapareció.
Contento, Amigo de la Luna hizo lo que le había indicado la luminosa aparición. Solo, sentado en el tronco del claro, esperó. Pasaron los días, los meses y los años.
El tiempo fue consumiendo su vigor, sus negros cabellos se tiñeron de blanco, pero nunca dudó. Un día sintió muerte se iba acercando.
Aquella mañana recordó que cumplía cien años. ¿Cuándo se haría realidad la promesa del espíritu de alas blancas? Mientras se preguntaba esto, escuchó voces acercándose y, entre los oscuros matorrales, vio aparecer un hombre blanco vestido de negro. El viejo y fiel indio rompió su silencio de décadas para exclamar con sencillez:
–¡Enséñame la verdad! Conmovido e impresionado, el Padre Anchieta percibió que el pobre indio se sostenía en sus últimas fuerzas. Se sentó a su lado y le dio una explicación resumida de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa doctrina.
El indígena, atento y enternecido, lo escuchaba entre lagrimas de emoción.
Después de esa breve sesión de catecismo, el misionero lo bautizó y quiso celebrar una misa usando como altar el gran tronco caído. Fue la Primera Comunión del anciano. Al fin de la celebración éste desfalleció en los brazos del padre Anchieta, y cuando los portadores fueron en su ayuda se dieron cuenta que su espíritu ya no pertenecía a esta tierra.
Su rostro sin vida dibujaba una gran sonrisa. El Amigo de la Luna por fin se había encontrado con la Verdad.
Su vida, su espera había estado llena de sentido.

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